Madrugada del jueves. De camino a Hampi escuchando La Oreja de Van Gogh, con la intención de añadirle emociones al desolado, sucio y contaminado paisaje. Como si ir votando y zigzagueando camiones a golpe de volantazo a 140 kilómetros/hora por carreteras criminales no las tuviera.
No es mi primer viaje curioso ni será el último. No es habitual viajar de una ciudad a otra en taxi. Trescientos cincuenta kilómetros en manos de un indio, que con seguridad me envidia al verme tocatear el móvil con el que escribo. Pero seguramente también los indios con los que nos hemos cruzado, soldando solamente bañados por la luz de la luna y una pequeña linterna, le envidien a él.
Queda ya poco para que se me cierren los ojos y despierte, como por arte de magia en Hampi. Pero que es más real, estar sorteando camiones a menudo en carreteras de un solo carril, mientras mi cuerpo se mantiene inerte en el asiento de atrás de un taxi, a miles de kilómetros del mundo conocido. O el estado en el que nos sumimos cuando dormimos, que es a la vez de dónde venimos y a dónde vamos, solo interrumpido por esta ilusión que es vivir. Ilusión que nos hace creer que somos los putos amos, los putos jefes de todo, escondiendo la gran verdad; que simplemente somos una extensión de la nada, que en su afán humorístico, creó un universo para engañarse a sí misma, y con ello a nosotros, haciéndonos experimentar que somos importantes, y que no le debemos nada a nadie por ser conscientes de que vivimos aquí y ahora.
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