Ocurre que llega un momento en el que lo sientes. En el que sin llegar a avergonzarte de tu presente, deseas para tu futuro algo distinto y sin alternativa alguna, preso en la cárcel del cuerpo, trabajas tu vida con el fin de hacer de ella algo útil, interesante y digna.
Buscando remediar dicha sensación, dicha tortura, optas por arriesgar e intentas dejar atrás tu antigua personalidad para convertirte en un ser triunfador, desembarazándote de ese miedo a la novedad que sutilmente actuaba como coartada perfecta de la mediocridad.
Comienzas buscando actividades que se amolden a ti, y acabas amoldándote a las actividades que siempre has querido hacer y nunca has tenido valor de acometer. Y entonces encuentras el descanso de tu alma en lugares fascinantes que nunca esperaste presenciar, en actividades, que a modo de terapia, ayudan a desoxidar tu joven corazón, en personas llenas de pura bondad, desinteresada simpatía, bendita locura y verdadero amor que ayudan a que finalmente consigas ganarle la batalla al ego y priorizar antes la felicidad ajena a la propia.
Pero hecha la ley, hecha la trampa. El tiempo se encarga de convertir ese lugar bañado con la luz de la luna en una instantánea, de añorar esa actividad que un día llenó tu ser de confusa vitalidad, de extrañar a esa persona que un día llegaste a amar. Se tiñe todo de un color violeta que no es sino un rosa desteñido por el pasar del tiempo.
Y son aquí y ahora las 4:31 de la madrugada, rodeado de inocente oscuridad y de música celestial cuando apenado por todo lo hermoso que dejé atrás prometo a quien me lea, que viviré sin límites ni fronteras, que lograré todo cuanto quiera y que haré felices a tantas personas como pueda.
Estoy acabando de hacer la maleta, ¿Te vienes conmigo?.
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